EL GORRIÓN

EL GORRIÓN

 

Estoy pasando los últimos días de agosto en el pueblo, en la casa que construyeron mis bisabuelos hace casi un siglo. Es una casa de tres plantas construida con muros gruesos y vigas de madera traídas de lejos. Un refugio de tranquilidad donde tengo la sensación de estar fuera del tiempo. A veces, incluso del espacio.

Mi padre habilitó hace años el desván, convirtiéndolo en una agradable y surtida biblioteca. Desde entonces, el desván es mi estancia favorita.

Y allí estoy yo, leyendo tranquilamente, cuando oigo:

—Mamá. Ven rápido, pero sin hacer ruido.

Al acercarme, veo a mi hijo pegado a la pared a mitad de las escaleras, muy quieto. Su mirada, fija en el estante de la pared contraria, me indica dónde debo mirar.

De momento no veo nada que me parezca digno de atención.

—Entre las campanas, mami. ¿No ves? Un gorrión.

Cierto. Si no fuese porque conozco perfectamente todas y cada una de las campanas de cerámica de mi colección, pensaría que es una más. El pequeño gorrión permanece inmóvil ahí, totalmente camuflado entre ellas, que son de su mismo tamaño.

No parece asustado ni perdido, aunque imagino que está tan desubicado como nosotros.

Convocamos reunión familiar y surgen mil preguntas:

¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿tendrá hambre? ¿sed? ¿Necesita nuestra ayuda? ¿podemos cogerlo? ¿sabrá salir solo? ¿Qué hacemos? Mejor aún, ¿debemos hacer algo?

Y así llevamos ni sé cuánto: Nosotros contemplando al gorrión y él a nosotros. Nada importa más en el mundo.

 

Ahora sí tengo el pleno convencimiento que el tiempo se ha detenido.

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