
Reclamo mi derecho a SORPRENDERME.
Soy observadora y me esfuerzo en poner en ello todos mis sentidos.
Ver. Mirar. Detenerme en cada detalle. Admirar el conjunto. Dejarme envolver por las imágenes. Colores. Formas. Dimensiones. Perspectivas. Contrastes. La luz cegadora del sol. El misterio de la noche oscura. El rojo de las amapolas, más rojo en medio del trigo verde.
Escuchar. Los sonidos del silencio. Los pájaros. Las olas. El ruido de la ciudad. De la gente. El estruendo de las prisas. El agua del riachuelo entre las piedras. Las notas de aquel saxo, que se escucha con el corazón. Una palabra a tiempo. Un silencio a destiempo.
Oler. Oler la esencia, que nos empeñamos en ocultar. La piel desnuda. El jazmín del balcón de casa. Una taza de té caliente. El pan recién tostado. La tierra mojada. El salitre de la playa. La corteza de los árboles del bosque. La miel.
Degustar. Lamer. Morder. Saborear. Una comida sencilla. Una manzana. Un vaso de agua fresca. Del vino siempre me ha gustado más la compañía que trae asociada. Descubrir unos labios. Un cuerpo.
Sentir. El tacto es mucho más que tocar. Tacto es, sobre todo, dejarse tocar. Es el frío que se clava en las entrañas. El calor del sol un mediodía de primavera. El viento que despeina. Las lágrimas que mojan las mejillas. Los dedos que acarician todos los rincones. Los zapatos que aprietan. El abrazo que aprieta aún más.
Y me doy cuenta que soy muy afortunada. Miro, escucho, huelo, degusto y siento así. Sin límites. Sin freno. Abierta de par en par. Dejándome llenar. Dejándome sorprender. Dejando fluir.
Tal vez sea este el misterio oculto de la vida: Dejarse sorprender por la vida misma.