
Adoro las tardes de tormenta.
Siempre me ha gustado el estruendo de los truenos y el brillo de los relámpagos en el cielo.
Ni de pequeña me asustaban, al contrario. Me fascinaba escaparme de la mirada de los adultos, salir a la calle y ponerme bajo la lluvia. Dejar que el agua fresca me mojase el rostro, el pelo, la ropa. Los pies empapados dentro de los zapatos.
Y el olor a tierra mojada. Y las calles, húmedas aún horas después.
Vivo estos regalos de la naturaleza como una limpieza. Una ducha purificante. Una carga de energía renovada y renovadora.
El mundo es distinto tras una tormenta. Las plantas resplandecen de vida y potencian sus verdes insuperables. Los caracoles salen a pastar.
Incluso el aire se respira de otro modo.
Mi mundo también se renueva con cada tormenta. Con las tormentas que empepen los pies i con las que empapan el alma.
A veces éstas son más pesadas de digerir. Me trastocan. Me ponen la vida boca abajo. Se me hacen agotadoras. Tan insuperables que llegan a desbordarme. Pero la calma posterior es tan placentera…
Cuantos más truenos y relámpagos he pasado más aprecio esta calma.
Y se me nota en la mirada, en el rostro. Toda yo emano aquel no-sé-qué indefinible de los vencedores volviendo victoriosos de la batalla.
Quien no me ha visto superar una tormenta aún no puede decir que me conoce.